Lo nuestro no se rompió, fue Ikea.
Ayer nos adentramos en la jungla. Marido y yo, de la mano, cruzamos la puerta de Ikea como quien entra a un terreno hostil con mentalidad de equipo y espíritu de renovación. Y como manda la ley no escrita, antes de nada: albóndigas suecas para sellar el pacto sagrado. Energía proteica y emocional.
Íbamos fuertes. Lista preparada, presupuesto mental (imaginario, claramente) y actitud de gemelos reformistas. “Solo lo que necesitamos”, dijimos. Como si eso fuese posible.
Ikea no es una tienda, es una dimensión paralela. Una gincana emocional con estética escandinava. Y como todo espacio mítico, se recorre en compañía. La elección de con quién haces ese camino lo cambia todo. Ayer la mía fue perfecta. Marido y yo sorteamos con éxito el pasillo de las alfombras —aunque yo pronuncié la frase prohibida en dos ocasiones: “¿y si nos llevamos esta?”. Dos veces. Primera trampa superada.
Eso sí, el carrito comenzó a llenarse por arte de magia. Un par de platos que claramente no necesitábamos, unas fundas de cojín porque “ya tocaba un cambio de textiles”, dos aceiteras (porque ¿una sola? ¿qué somos, gente sin aceite?) y unas pinzas de bolsa que me prometieron una vida más ordenada solo con mirarlas.
Y entre pasillo y pasillo, Ikea se convirtió en una pista de baile. Universitarios buscando sábanas bajeras como si en ello les fuera la adultez, futuras madres buscando soluciones de almacenaje para habitaciones que aún huelen a pintura, jubiladas armando un oasis de maceteros de ratán y potus, modernas a la caza de objetos icónicos que digan “yo no soy como las demás” y luego… nosotros, la parejita que va con la misión noble de renovar los cojines del sofá. Cada uno con su coreografía, su carrito y sus sueños de hogar perfectamente iluminado con leds cálidos.
Unpopular opinion: odio los muebles modulares con cestas. Ahí lo dejo. Me parecen la trampa definitiva del capitalismo emocional. Una promesa vacía de orden y serenidad que en realidad solo acumula cosas con mejor envoltorio. No me representan.
Y entonces llegas a la fase final: el autoservicio.
Ese scape room sueco donde te enfrentas al último desafío. Has anotado el número de pasillo y sección, pero eso no te salva del caos. Te enfrentas a montañas de cajas apiladas hasta el techo, esquivando carros ajenos, parejas discutiendo y clientes desorientados. Con suerte, encuentras tu mesa. Con menos suerte, te llevas un taburete de aglomerado en el color que no querías. Y ni te das cuenta hasta que llegas a casa y abres la caja con la ilusión de una nueva era… y aparece un panel marrón con tornillos de otra dimensión.
Completar la gincana de Ikea te convalida el Camino de Santiago y te salta los anillos del smartwatch. Pasas por fases: entusiasmo, negación, agotamiento, hambre y, finalmente, el tarjetazo. Ese último gesto de rendición en caja que te da vértigo pero también euforia.
Nos faltó poco para el pleno sueco: no merendamos el perrito caliente a 1€, ni compramos cebolla frita en el supermercado. Pero bueno, dejamos algo pendiente para la secuela.
Y cuando por fin llegas al final de la zona de autoservicio, carrito lleno y alma vacía, escaneas tus artículos en la caja de autopago como quien dispara láseres con la última energía vital que le queda. Ese momento, amiga… ese momento es como cruzar la meta en la maratón de Boston. Solo que en vez de una medalla, te llevas una alfombrilla de baño y una funda de nórdico.
Hasta la próxima, pasillo de velas.
Nos vemos en la zona de oportunidades.
Cris 💛